De pensar, crear y sentir con máquinas a dotarlas de cuerpo: hacia una inteligencia artificial viva
- Marilyn González Reyes
- 24 abr
- 6 Min. de lectura
Repensar la formación docente (Parte 5)

En su recorrido por los fundamentos de la inteligencia artificial, Margaret A. Boden nos ha guiado por un mapa que no solo describe avances tecnológicos, sino que invita a reflexionar profundamente sobre qué es la mente y cómo podríamos simularla. Su enfoque es claro: la IA no debe entenderse únicamente como un conjunto de herramientas automatizadas, sino como una ciencia de la mente, es decir, una vía para explorar cómo pensamos, aprendemos, sentimos y creamos. (Ver parte 1)
Este enfoque nos llevó a revisar categorías centrales del pensamiento humano:
El lenguaje, no como simple medio de comunicación, sino como estructura del pensamiento, capaz de organizar el mundo y de darle sentido a la experiencia. (Ver parte 2)
La creatividad, concebida como una capacidad generadora que puede manifestarse de manera combinatoria, exploratoria o transformadora, y que pone en cuestión si las máquinas realmente pueden innovar con intención. (Ver parte 2)
La emoción, presentada no como un obstáculo del pensamiento, sino como su complemento vital, una forma de evaluar, decidir y vincularnos, ausente por completo en las simulaciones artificiales.(Ver parte 3)
Posteriormente, con el análisis de las redes neuronales artificiales, Boden profundiza en cómo las máquinas pueden aprender sin ser programadas explícitamente, reconociendo patrones, ajustando conexiones y desarrollando respuestas cada vez más precisas. Sin embargo, también subraya que estas redes no comprenden lo que hacen, no interpretan ni explican su conocimiento, y por tanto, no deben confundirse con inteligencia humana plena. (Ver parte 4)
Ahora bien, si hasta este punto la IA se ha abordado como una mente artificial —capaz de aprender, simular emociones y producir lenguaje—, el siguiente paso lógico en esta exploración es dotarla de cuerpo, movimiento, acción y entorno. Es decir, pasar de una inteligencia que solo piensa, a una que habita, actúa y se relaciona físicamente con el mundo.
Y es aquí donde Boden introduce un nuevo conjunto de preguntas y desafíos: ¿Qué ocurre cuando las máquinas no solo piensan, sino también se mueven, perciben, reaccionan y toman decisiones en tiempo real? ¿Puede un robot ser considerado un ente vivo? ¿Dónde trazamos la línea entre lo artificialmente inteligente y lo artificialmente vivo?
Con el capítulo sobre robots y vida artificial, entramos en un terreno donde las máquinas no solo procesan información, sino que interactúan con el mundo. Se abre así una nueva dimensión del debate: la corporalidad, la agencia y la autonomía artificial, elementos que complejizan aún más la frontera entre lo humano y lo artificial.
Ya no se trata solo de representar procesos mentales, sino de encarnar inteligencia en artefactos que se mueven, perciben, manipulan objetos, y responden al entorno en tiempo real. La pregunta no es únicamente cómo las máquinas piensan, sino cómo interactúan con el mundo físico, y si, en algún sentido, pueden llegar a estar vivas.
Robots: de la fábrica al laboratorio cognitivo
Boden comienza reconociendo que, tradicionalmente, los robots han sido vistos como máquinas industriales: brazos mecánicos que ensamblan piezas, repiten tareas con precisión y velocidad, y operan en entornos controlados. Pero este tipo de robótica funcional es muy distinto del interés central de la inteligencia artificial.
“Los robots de la IA no solo ejecutan órdenes, sino que son sistemas que deben percibir, decidir y actuar por sí mismos” (Boden, 2016, cap. 5).
En otras palabras, el robot se convierte en un agente autónomo: no simplemente una herramienta, sino un ente que toma decisiones según lo que percibe. Esto requiere sensores, motores, algoritmos de control, percepción y planificación, todo trabajando en conjunto. La robótica en este sentido es una síntesis de cuerpo y mente artificial, lo que abre la puerta a múltiples desafíos y posibilidades.
Una de las ideas más importantes que Boden introduce es la noción de inteligencia situada. En contraste con la IA clásica, que trataba a la mente como un sistema abstracto encerrado en sí mismo, la robótica demuestra que la inteligencia necesita de un cuerpo que actúe en un entorno físico real.
“La mente no está en la cabeza, sino en la interacción dinámica entre el organismo y el mundo” (paráfrasis de ideas de Boden, 2016, cap. 5).
Esto implica que la verdadera inteligencia —sea humana o artificial— no puede desarrollarse en aislamiento. Los robots nos muestran que percibir y moverse en el mundo requiere adaptabilidad, interpretación del contexto, coordinación física y temporalidad. No basta con procesar datos: hay que hacerlo a tiempo, con las manos (o ruedas), y con capacidad de respuesta.
Este principio tiene un eco profundo en la educación: no aprendemos solo con la cabeza, sino con el cuerpo, la emoción, el contexto. Por tanto, pensar la robótica desde una mirada educativa no debería centrarse solo en construir autómatas eficientes, sino en entender cómo la acción en el mundo forma parte del pensamiento.
¿Pueden las máquinas estar vivas? Aquí Boden introduce un debate filosófico fascinante: el de la vida artificial (AL, por sus siglas en inglés). Se trata de sistemas diseñados para simular no solo la mente, sino también los procesos de la vida, como la reproducción, el metabolismo, la evolución, el crecimiento o la adaptación.
La vida artificial puede ser “vida blanda” (programas que simulan seres vivos en un entorno digital), “vida dura” (robots autónomos que actúan en el mundo físico), o “vida húmeda” (experimentos bioquímicos que mezclan componentes sintéticos y biológicos). Boden se enfoca especialmente en los dos primeros tipos.
“La vida artificial no pretende construir organismos reales, sino explorar qué propiedades son esenciales para que algo sea considerado vivo” (Boden, 2016, cap. 5).
Aquí surge una pregunta inquietante: ¿qué significa estar vivo? ¿Basta con replicar ciertas funciones (como moverse, adaptarse, reproducirse) o se requiere algo más, como conciencia o experiencia subjetiva?
Desde el campo educativo y ético, estas preguntas son centrales. Si algún día se diseñan robots que se autoreplican, que “aprenden” y que toman decisiones sin supervisión, ¿qué tipo de relación deberíamos tener con ellos? ¿Serían solo herramientas complejas o entidades con algún tipo de estatus moral?
Boden señala que, hoy en día, algunos robots ya incorporan mecanismos de aprendizaje, incluso de aprendizaje evolutivo, mediante algoritmos genéticos. Es decir, se diseñan poblaciones de robots o programas que experimentan, se adaptan y cambian según su desempeño, emulando procesos de selección natural.
“En lugar de programar comportamientos ideales, se deja que los sistemas evolucionen por prueba y error, como lo haría un organismo” (Boden, 2016, cap. 5).
Este tipo de enfoque —basado en evolución artificial— plantea que la inteligencia y la vida pueden emerger desde abajo, desde procesos simples que se combinan, sin necesidad de que alguien planifique todo de antemano. En lo educativo, esto puede verse como una analogía con el aprendizaje abierto, el aprendizaje basado en proyectos o el pensamiento crítico: no se trata de transmitir contenidos cerrados, sino de crear condiciones para que el conocimiento emerja.
Desde una perspectiva pedagógica, el capítulo sobre robots y vida artificial interpela profundamente el modelo tradicional de educación centrado en el conocimiento abstracto. Si aprendemos no solo pensando, sino haciendo, probando, adaptándonos al entorno, entonces debemos enseñar desde la experiencia, el cuerpo y la exploración.
Al mismo tiempo, Boden nos advierte que dotar a las máquinas de cuerpo y agencia no es neutro: implica también una reflexión ética. ¿Queremos máquinas que parezcan humanas? ¿Qué papel les daremos en nuestras escuelas, hogares y sociedades? ¿Qué lugar tendrán en los procesos educativos: asistentes, simuladores, o incluso mediadores del aprendizaje?
Con el capítulo sobre robots y vida artificial, Margaret A. Boden completa el giro desde una inteligencia artificial centrada en el cálculo hacia una inteligencia encarnada, activa y situada. La pregunta ya no es solo si las máquinas pueden pensar, sino si pueden vivir con nosotros, compartir espacio, tareas, decisiones.
Para la educación, esta ampliación de la IA nos obliga a ir más allá de la alfabetización tecnológica. Se trata de formar docentes y estudiantes capaces de entender la inteligencia artificial como un fenómeno cultural, cognitivo y ético. Robots y vida artificial no son solo herramientas: son espejos de nuestras ideas sobre lo que significa ser humano.
“Construir vida artificial es también una forma de preguntarnos qué es estar vivos” (Boden, 2016, cap. 5).
Y esa es, quizás, la enseñanza más profunda: cada avance en IA es una oportunidad para repensar no solo la tecnología, sino también nuestra humanidad.
Referencias
Boden, M. A. (2016). Inteligencia Artificial. Madrid: Turner Noema.
Nota: Las citas textuales fueron tomadas de la versión digital del libro disponible en Everand (anteriormente Scribd), la cual no conserva la paginación de la edición impresa. Por esta razón, se ha citado por capítulos.
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