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De pensar con máquinas a educar con conciencia: lenguaje, creatividad y emoción en la mirada de Margaret A. Boden

Actualizado: 20 abr

Para repensar la formación docente Parte 3


En su obra Inteligencia Artificial, Margaret A. Boden propone un giro epistemológico fundamental: entender la inteligencia artificial no solo como una herramienta técnica, sino como un medio para explorar el funcionamiento de la mente humana. Esta perspectiva —que sitúa a la IA como una ciencia de la mente— ofrece una oportunidad única para repensar las bases del conocimiento, la cognición y, en particular, la educación. La formación docente, desde esta óptica, no puede limitarse al dominio instrumental de tecnologías, sino que debe abrirse al análisis de lo que la IA nos revela sobre nuestras propias capacidades mentales. (Ver parte 1)

 

Dos dimensiones claves que Boden examina con profundidad son el lenguaje y la creatividad. El lenguaje, más allá de su función comunicativa, aparece como una arquitectura del pensamiento: una forma de organizar, simbolizar y compartir el mundo. Enseñar lenguaje, entonces, no es solo enseñar a escribir bien o hablar correctamente, sino a pensar con rigor, a construir sentido y a dialogar desde la experiencia vivida. Esta comprensión profunda del lenguaje plantea un desafío esencial frente a las simulaciones lingüísticas de la IA, que pueden reproducir patrones gramaticales sin comprender ni habitar los significados. (Ver parte 2)

 

La creatividad, por su parte, introduce una dimensión generativa que desafía tanto a los sistemas computacionales como a los modelos educativos tradicionales. Boden distingue entre creatividad combinatoria, exploratoria y transformadora, siendo esta última la que pone en tensión los límites mismos del conocimiento. En el aula, esta mirada exige superar los esquemas reproductivos para cultivar procesos de invención, de ruptura y de sentido. Fomentar la creatividad no es simplemente permitir la novedad, sino habilitar el pensamiento como posibilidad de transformación del mundo. (Ver parte 2)

 

Sin embargo, si algo distingue al pensamiento humano de sus simulaciones es su dimensión afectiva. El lenguaje se impregna de intención emocional; la creatividad se activa desde pasiones, deseos y motivaciones personales. En otras palabras, no hay pensamiento vivo sin emoción. La IA puede generar palabras y combinaciones, pero carece de vivencia, de sensibilidad, de cuerpo. Es justamente aquí donde se abre una nueva y crucial categoría de análisis: la emoción como componente constitutivo de la inteligencia.

 

Explorar la emoción desde la perspectiva de Boden no implica desplazar el lenguaje ni la creatividad, sino comprender que ambos se nutren, se motivan y se regulan emocionalmente. Así como no hay palabra neutra, tampoco hay acto creativo desprovisto de afecto. En este sentido, el paso siguiente en este recorrido no solo amplía el campo de estudio de la IA, sino que nos invita a reflexionar sobre cómo educamos en y desde la emoción, en un tiempo donde la sensibilidad parece ceder ante la automatización.


Desde la ciencia de la mente hasta la práctica pedagógica, Boden nos ofrece un mapa de navegación que no separa razón, lenguaje, invención y sentimiento, sino que los entrelaza como dimensiones de una inteligencia compleja, situada y profundamente humana.


Emoción: sentir también es una forma de pensar

 

En el cierre del capítulo Lenguaje, creatividad y emoción, Margaret A. Boden introduce un aspecto que, durante décadas, fue considerado ajeno o incluso opuesto a la inteligencia: la emoción. Desde la tradición racionalista, las emociones fueron vistas como interferencias o distorsiones del pensamiento lógico. Boden, en cambio, las reivindica como componentes esenciales del pensamiento humano, integradas de forma profunda en nuestras capacidades cognitivas, decisiones morales, juicios y procesos de aprendizaje.

 

“Las emociones no son irracionales. Son sistemas de evaluación que moldean lo que percibimos, cómo decidimos y qué valoramos” (Boden, 2016, cap.3).

 

Esta afirmación es clave para comprender por qué las emociones no son un complemento del intelecto, sino una de sus condiciones fundamentales. Y en este punto, surge una nueva tensión entre la inteligencia humana y la artificial: ¿puede una IA sentir? ¿O solo puede simular sentimientos?

 

Boden señala que las emociones son estructuras cognitivas que nos ayudan a interpretar el mundo. No se trata solo de reacciones fisiológicas (como sudar al sentir miedo), sino de esquemas evaluativos que nos permiten responder con prioridad y sentido ante las situaciones. Cuando un docente se preocupa por el bajo rendimiento de un estudiante, esa preocupación no es una “debilidad emocional”, sino una respuesta racionalmente cargada de sentido humano y pedagógico.

 

Por ejemplo, imaginemos que un estudiante entrega un trabajo deficiente. Una IA podría identificar los errores, subrayarlos e incluso proponer correcciones. Pero solo un docente humano puede interpretar la posible causa emocional de ese rendimiento: desmotivación, ansiedad, duelo, inseguridad. Esta capacidad de leer la emoción detrás de la acción es central en la relación educativa y no puede ser reducida a un algoritmo.

 

¿Puede una máquina tener emociones? Boden responde con claridad: no. Aunque las máquinas puedan simular emociones (por ejemplo, mediante expresiones faciales en robots sociales o respuestas empáticas de asistentes virtuales), carecen de cuerpo, conciencia y experiencia. No sienten alegría, temor ni ternura. Solo imitan sus manifestaciones externas.

 

“Una IA puede simular una emoción, pero no puede experimentarla. No hay afecto detrás de sus palabras, ni dolor, ni gozo, ni deseo” (Boden, 2016, cap.3).

 

Este punto es fundamental en la reflexión ética y pedagógica: las emociones humanas no son programables ni reproducibles sin pérdida de profundidad. Una sonrisa robotizada no equivale a una sonrisa empática. Y en el ámbito educativo, esta diferencia no es trivial: marca los límites de lo automatizable.

 

Desde una perspectiva pedagógica, la emoción es una fuerza transversal en todo proceso de enseñanza-aprendizaje. Aprendemos mejor cuando sentimos motivación, confianza, curiosidad o desafío. Enseñamos mejor cuando nos involucramos emocionalmente con los estudiantes, sus procesos, sus contextos y sus logros.

 

Boden no lo plantea en términos educativos directos, pero su análisis lleva a una conclusión evidente: la emocionalidad es constitutiva de la inteligencia humana y, por tanto, del acto educativo. Ignorarla en favor de una visión meramente técnica de la IA es deshumanizar el aprendizaje.

 

Es así como, un programa de IA puede brindar retroalimentación instantánea y sugerir ejercicios personalizados. Pero solo un docente sensible puede ofrecer palabras de ánimo cuando un estudiante duda de sí mismo, o modular el tono de una crítica para que no desmotive, sino que oriente. La emoción aquí no es adorno, es pedagogía activa.

 

La inclusión de la emoción en el análisis de Boden completa una trilogía que ha sido muchas veces fragmentada en el pensamiento educativo: lenguaje, creatividad y emoción. Al abordarlas juntas, la autora nos muestra que la mente no es una máquina lógica separada del cuerpo y del sentir, sino un entramado complejo donde pensar también es hablar, crear y sentir.

 

Este enfoque nos desafía como educadores a no delegar en la IA aquello que requiere presencia humana plena. Automatizar tareas puede ser útil, pero el vínculo pedagógico, la empatía, el cuidado y la lectura emocional del contexto siguen siendo dimensiones insustituibles del quehacer docente.

 

Margaret A. Boden nos recuerda que, si bien la IA puede ofrecer simulaciones potentes de pensamiento, lenguaje y creatividad, la emoción sigue siendo un terreno genuinamente humano, esencial para comprender cómo pensamos, cómo decidimos y cómo aprendemos.

 

En un momento histórico donde la educación se transforma aceleradamente por la incorporación de tecnologías inteligentes, este recordatorio cobra un valor particular: formar en lo humano sigue siendo irremplazable. Las emociones no solo enriquecen el acto educativo, sino que le dan sentido. No hay inteligencia completa sin afectividad. Y no hay educación viva sin emoción compartida.


Referencia

 

Boden, M. A. (2016). Inteligencia Artificial. Madrid: Turner Noema.


Nota: Las citas textuales fueron tomadas de la versión digital del libro disponible en Everand (anteriormente Scribd), la cual no conserva la paginación de la edición impresa. Por esta razón, se ha citado por capítulos.

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