Inteligencia Artificial, Aprendizaje y Neurociencia Educativa: Una Reflexión Crítica desde Tres Perspectivas Contemporáneas
- Marilyn González Reyes
- 10 dic
- 5 Min. de lectura

La irrupción de la inteligencia artificial en la educación contemporánea ha abierto un campo de tensiones, posibilidades y desafíos que exige una reflexión profunda más allá del entusiasmo tecnológico o del temor apocalíptico. Tres trabajos recientes permiten observar este fenómeno desde ángulos distintos pero complementarios: la revisión teórica de Sandoval Obando (2018), la mirada experiencial de los estudiantes presentada por Reza Flores et al. (2024) y la revisión documental de Díaz‑Guerra (2024) sobre la integración entre IA y neurociencia educativa. Leídos en conjunto, estos textos no solo describen un escenario en transformación, sino que invitan a pensar críticamente qué significa aprender, enseñar y acompañar en un tiempo donde la tecnología no es un accesorio, sino un entorno cognitivo.
Sandoval Obando (2018) sitúa el debate en un marco amplio: la escuela se encuentra inmersa en una revolución digital que altera las formas de acceso al conocimiento, las dinámicas de interacción y las expectativas sobre el aprendizaje. Su análisis parte del reconocimiento de que el cerebro humano es un sistema complejo que integra procesos cognitivos, emocionales y sociales, y que la incorporación de tecnologías —incluida la IA— solo puede comprenderse si se considera esta complejidad. El autor subraya que la tecnología no transforma por sí misma el aprendizaje; lo hace únicamente cuando se inserta en prácticas pedagógicas con sentido, cuando se articula con la curiosidad, la motivación y la interacción humana. Esta afirmación, lejos de ser una advertencia conservadora, abre una pregunta fundamental: ¿qué tipo de escuela emerge cuando la IA se convierte en un mediador cotidiano del pensamiento?
La respuesta no puede provenir únicamente de la teoría. El artículo de Reza Flores et al. (2024) introduce una dimensión que suele quedar relegada en los discursos institucionales: la experiencia subjetiva de los estudiantes. Para ellos, la IA es una herramienta útil, motivadora y eficiente, pero también un territorio incierto que transitan sin guía. Los autores muestran que los estudiantes aprenden a usar la IA por su cuenta, a través de internet, redes sociales o recomendaciones de pares, porque sus docentes no los acompañan en este proceso. Esta brecha revela un desfase entre el potencial pedagógico de la IA y su uso real en la escuela. Los estudiantes reconocen beneficios, pero también expresan preocupaciones: temen depender demasiado de la tecnología, perder capacidad de análisis o disminuir su motivación para realizar tareas escolares. Estas percepciones no son triviales; constituyen un llamado a repensar la alfabetización digital no solo como dominio técnico, sino como formación ética y cognitiva.
El trabajo de Díaz‑Guerra (2024) aporta una tercera dimensión: la evidencia empírica reciente sobre la integración entre IA y neurociencia educativa. Su revisión de 89 estudios muestra que la IA puede personalizar el aprendizaje de manera inédita, adaptándose a patrones cognitivos y emocionales, ofreciendo retroalimentación instantánea y permitiendo intervenciones tempranas. También destaca su potencial para favorecer la inclusión educativa, especialmente en estudiantes con necesidades especiales o perfiles neurodivergentes. Sin embargo, el autor advierte que este potencial está atravesado por desafíos éticos significativos: la protección de datos, la transparencia algorítmica y la prevención de sesgos discriminatorios. Además, insiste en que la IA no puede reemplazar la relación humana en el aula, pues el aprendizaje es un proceso afectivo y social que requiere presencia, vínculo y acompañamiento.
Cuando estos tres textos se leen en diálogo, emerge una reflexión más profunda que la que cada uno ofrece por separado. Sandoval Obando (2018) recuerda que el aprendizaje es un fenómeno complejo que no puede reducirse a la eficiencia tecnológica; Reza Flores et al. (2024) muestran que los estudiantes viven la IA con entusiasmo, pero también con incertidumbre; y Díaz‑Guerra (2024) evidencia que la IA puede mejorar el aprendizaje y el bienestar, siempre que se implemente con criterios éticos y pedagógicos sólidos. Juntos, estos trabajos invitan a pensar la IA no como una herramienta que sustituye, sino como una tecnología que amplifica, tensiona y redefine las prácticas educativas.
La reflexión crítica surge precisamente en las zonas donde estos textos convergen y divergen. Todos coinciden en que la IA tiene un potencial significativo, pero ninguno la presenta como una solución automática. Así mismo, reconocen la importancia del docente, pero desde ángulos distintos: Sandoval Obando (2018) lo sitúa como mediador cognitivo; Reza Flores et al. (2024) muestran su ausencia en la alfabetización digital; y Díaz‑Guerra (2024) lo presenta como garante ético y emocional. Todos hablan de personalización, pero también de riesgos: dependencia, sesgos, pérdida de habilidades, vulneración de datos. Esta ambivalencia no es un problema, sino una invitación a pensar la educación desde la complejidad, evitando tanto el determinismo tecnológico como la resistencia nostálgica.
La pregunta que subyace a los tres artículos es, en última instancia, una pregunta sobre el sentido de la educación en la era digital. Si la IA puede analizar patrones cognitivos, ajustar contenidos, detectar emociones y predecir dificultades, ¿qué lugar queda para el docente? Si los estudiantes aprenden a usar la IA sin guía, ¿qué responsabilidad tiene la escuela? Si la IA puede personalizar el aprendizaje, ¿cómo evitar que lo haga a costa de la privacidad o la equidad? Estas preguntas no tienen respuestas simples, pero los tres textos coinciden en una dirección: la IA debe integrarse en la educación de manera crítica, ética y contextualizada, reconociendo que el aprendizaje es un proceso humano que requiere acompañamiento, reflexión y sentido.
Al reflexionar sobre cada artículo en su particularidad y la relación entre ellos, el análisis muestra que la IA no transforma la educación por sí misma; transforma aquello que la educación esté dispuesta a transformar. La tecnología puede ampliar posibilidades, pero no define propósitos. Puede personalizar rutas, pero no sustituye el encuentro humano. Puede analizar datos, pero no reemplaza el juicio pedagógico. La tarea de la escuela no es adaptarse pasivamente a la IA, sino decidir activamente qué tipo de aprendizaje quiere promover en un mundo donde la tecnología es parte del paisaje cognitivo. Los tres artículos, desde sus distintas perspectivas, coinciden en que esta decisión exige pensamiento crítico, ética y una comprensión profunda de cómo aprenden los estudiantes. La IA puede ser una aliada poderosa, pero solo si la educación conserva su capacidad de preguntarse no solo cómo enseñar, sino para qué.
Referencias
Díaz‑Guerra, D. D. (2024). El potencial de la inteligencia artificial en la mejora del aprendizaje y bienestar estudiantil: prácticas pedagógicas innovadoras desde una neurociencia educativa. Psiquemag, 13(2), 147–159. https://doi.org/10.18050/psiquemag.v13i2.3138
Reza Flores, R. A., Reza Flores, C. M., & Zamudio Palomar, A. (2024). Estudiantes e inteligencia artificial: aprendizaje, pensamiento y creatividad. Journal of Neuroeducation, 5(2), 172–173.
Sandoval Obando, E. (2018). Aprendizaje e inteligencia artificial en la era digital: implicancias socio‑pedagógicas ¿reales o futuras? Revista Boletín REDIPE, 7(11), 155–171.






